No hay viento bueno para el que no sabe dónde va
— Séneca
Desde bien pequeño me han gustado los videojuegos. Mis vecinos Fran y
Miguel tenían un PC en el garaje de su casa y me pasaba las tardes con
ellos disfrutando de títulos míticos como Magic Pocket, Wolfestein o las
aventuras gráficas de Lucasarts.
Cuando cumplí 14 años me compraron mi propio ordenador y me envicié
todavía más. Mis juegos favoritos eran los de estrategia (Starcraft, Age
of Empires) y los de rol (Baldur’s Gate, Diablo).
Con la llegada de Internet me empezó a llamar cada vez más el modo
multijugador. Enfrentarse a otro ser humano era mucho más divertido y
desafiante que jugar contra una máquina, y me parecía mágico el que
pudiese echarme una partida desde mi casa contra alguien de Estados
Unidos o Japón. Era la época del Ultima Online y del Diablo 2, de la
cual guardo muy buenos recuerdos.
Te cuento todo esto porque la etapa de los videojuegos fue una etapa
de gran claridad en mi vida. Cuando me levantaba cada mañana tenía claro
que lo que más me apetecía hacer en el mundo era matar Mefistos o subir
puntos de magia, y me daban totalmente igual las chicas, viajar o
ganar dinero. Sabía exactamente lo que quería y
era muy feliz haciéndolo.
La época post-videojuegos
Pasó el tiempo y fui perdiendo el gusto por los juegos de ordenador.
Empecé a verlos como un entretenimiento vacío y dejaron de engancharme.
No veía sentido a
invertir mi tiempo en un mundo online cuando el mundo real era mucho más divertido.
El problema es que al perder el vicio también perdí la claridad que
te da el tener algo que te apasiona profundamente. Me levantaba por las
mañanas y ya no tenía nada que quisiese hacer por encima todo lo demás;
ya no tenía ningún motivo de peso por el que no volverme a la cama
cuando me levantaba una hora antes de que sonase el despertador. Los
días eran copias unos de otros, y pasaban casi sin darme cuenta:
universidad o trabajo, partidos del Real Madrid, salir con los colegas
de vez en cuando y poco más. Hasta que a los 24 años toqué fondo.